miércoles, 12 de noviembre de 2014

Azuébar

Todo era como un sueño.
El pueblo, la casa, el cielo, el clima, la gente.

La luna estaba decreciendo pero aun así su luz cubría más de la mitad de aquel pueblo.

Si mirábamos por la terraza, se observaban los picos de las montañas que nos rodeaban, y cuando venía un coche del pueblo de al lado, los faros comenzaban a verse muy pequeñitos hasta que se podía oir el motor.
Las horas pasaban ahí muy rápido, el reloj del campanario marcaba los cuartos cada dos o tres minutos. O esa era la impresión que teníamos nosotros.

La casa era sólo nuestra, toda para nosotros.

La hora de dormir fue la más bonita, porque no nos separamos ni un segundo en toda la noche.

Al día siguiente llovía y las nubes cubrían los picos de las montañas que por la noche habíamos adivinado que había.
Estábamos, literalmente, al mismo nivel que las nubes. Si nos asomábamos mucho por la terraza, incluso parecíamos tocarlas.

Se quedó dormido en mis piernas mientras veíamos una película después de comer macarrones con queso, y ahí pude acariciarle la cara y rodearle el cuerpo con mis manos, aunque ÉL no se enteraba. Sólo lo miraba a ÉL, la película no importaba en ese instante nada.

Por el balcón de la otra parte de la casa se veía una ermita con un reloj de sol y un campanario minúsculo, culpable del repiqueo de las campanas más bonito que hemos escuchado en nuestras vidas. Y si mirábamos a la montaña, las ruinas de un castillo nos saludaban.

El pueblo tenía un tramo del camino llano, pero disfrutamos subiendo y bajando por sus empinadas calles.

Reflexionamos…nos dijimos que nos queríamos, nos hicimos preguntas tontas que por aquel entonces aún no tenían respuesta.

A la mañana siguiente nos pusimos rumbo a casa con la sonrisa más amplia que con la que nos habíamos ido.

Éramos dos moniatos que tan solo llevábamos tres meses juntos.


Éste fue nuestro primer viaje.

El viaje de nuestras vidas.





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